Descubrí historias, datos y voces inspiradoras en la nueva newsletter ambiental de Minúscula 🌿
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Nuestros cuerpos evolucionaron en entornos naturales. Durante miles de años respondimos al horizonte de los árboles, al sonido del agua, a la irregularidad del viento. A la luz de diversos estudios sobre naturaleza y salud, lo que me parece interesante analizar no es lo que nos puede resultar obvio: que estar al aire libre hace bien; sino que la mente moderna se encuentra sobreexigida porque carece de los estímulos orgánicos y los ritmos lentos que necesita para autorregularse.

 

La hiperestimulación artificial (notificaciones, tráfico, luces constantes) se opone a aquello que los entornos naturales ofrecen: sonidos aleatorios que restauran la atención, patrones vivos que calman el sistema nervioso, microbiodiversidad que fortalece el sistema inmunológico.


Habitamos ciudades que nos piden velocidad y esconden el horizonte. Pero, entre pantallas y horarios, algo en nosotros sigue buscando suelo vivo. La ciencia lo mide y la piel lo intuye: vivimos una falta de naturaleza. No como paisaje, sino como pertenencia.

 

En esta edición, te invito a conocer más sobre este tema.

— Concepción del Yaguareté Cora, Corrientes, Argentina (2021)

 

CUANDO EL CUERPO RECUERDA LO QUE LA CIUDAD OLVIDA

 

Quizás esto empezó el día en que dejé de recostarme en el pasto. Cuando era chica, podía quedarme horas mirando las nubes, imaginando que era apenas un punto más en un planeta inmenso. Tocaba las hojas, inventaba historias con flores y seguía el recorrido de las hormigas como quien lee un cuento sin final. No tenía nombre para eso, pero era una forma de pertenencia.

 

Hoy vivo la mayor parte del tiempo en una ciudad donde el cielo es un fragmento entre edificios y el suelo me queda lejos. Camino entre luces que no se apagan, líneas rectas, agendas apretadas. Y sin embargo, algo en mí sigue buscando detenerme, bajar la velocidad, encontrar en alguna grieta la textura de un mundo vivo. Aprendí a regularme evocando lugares que no están frente a mí, pero viven en alguna parte de mi memoria corporal. Como si viajara hacia adentro para sentir a la Tierra.

 

No soy la única. Hay un silencio dentro de muchas personas que no sabemos nombrar. La ciencia lo ha empezado a llamar déficit de naturaleza. No es un síndrome tipificado en los manuales de medicina, pero muchas investigaciones científicas revelan cómo vivir desconectados del entorno natural afecta nuestra atención, nuestra regulación emocional e incluso nuestro sentido de bienestar. 

 

El escritor Richard Louv lo advirtió hace casi dos décadas cuando habló de “los últimos niños del bosque”. Niños que ya no saben lo que es trepar un árbol ni rasparse las rodillas, niños con miedo a los insectos,  que “no saben qué hacer” al aire libre si no hay un adulto que les indique. Hoy, somos generaciones enteras creciendo la mayor parte de nuestro tiempo entre paredes y pantallas, construyendo vidas que suceden bajo techo. La llamada “extinción de la experiencia” no es una metáfora poética: es un fenómeno medido.

 

Una revisión sistemática publicada en el Journal of Environmental Psychology (2022) analizó treinta estudios y comprobó que el contacto regular con la naturaleza mejora la atención, el estado de ánimo y la conducta social en niños y adolescentes. La disminución de esa experiencia, advierten los autores, no es solo una pérdida recreativa, sino un riesgo para el desarrollo cognitivo y emocional. 


La pediatría también lo confirma. La Asociación Española de Pediatría advierte que pasar tiempo en la naturaleza mejora el sueño, la sociabilidad, el sistema inmune. Reduce la ansiedad, la hiperactividad y la inflamación. Según la Teoría de la Restauración Atencional (Kaplan & Kaplan, 1989), los entornos naturales ofrecen una fascinación suave que permite a la mente descansar sin retirarse, acogen sin exigir.

 

Sin embargo, mientras la evidencia aumenta, la experiencia disminuye. Según el informe anual de Qustodio (2021), los niños pasan cuatro horas diarias conectados a una pantalla fuera de las aulas. Lo preocupante más allá del uso de tecnología, es aquello que queda desplazado: el afuera, el aburrimiento fértil, la sorpresa. No se trata de demonizar los dispositivos, sino de reconocer que sin tierra bajo los pies no hay raíces que nos sostengan.


A veces, la falta se vuelve un duelo. El filósofo Glenn Albrecht llamó solastalgia a esa tristeza que sentimos cuando un paisaje cambia o desaparece mientras seguimos allí. No hace falta un desastre, basta con un árbol talado o un arroyo entubado, con un paisaje que ya no nos devuelve la mirada.


En contraposición, el autor habla de la topofilia, el amor por los lugares. Esa certeza de que un rincón del mundo nos reconoce. 

 

Pienso en todo esto mientras intento, desde mi vida urbana, recrear prácticas que me devuelvan a un ritmo más humano: caminar descalza sobre el pasto cada vez que puedo, sostener un rato la mirada en el cielo. No busco “volver a la naturaleza” como si estuviera fuera de mí, sino recordar que soy parte de ella. 


Esos lugares que añoro y evoco también son parte de mí. No solo por su belleza, sino por las sensaciones que dejaron en mi cuerpo: el frío del arroyo calmando mi sed, el viento golpeando mi piel en un acantilado, la respiración agitada al caminar por un bosque húmedo. 


Aprendí, como muchos, a construir refugios interiores para sobrevivir a un mundo acelerado. Pero lo que regula no es el recuerdo, sino el vínculo. No buscamos paisaje, buscamos resonancia. 


Quizás este sea el verdadero déficit de nuestra época: no la falta de verde, sino la pérdida de asombro. No habernos quedado sin naturaleza, sino haber dejado de sentirnos parte de ella.

 

Y tal vez el camino de regreso no sea épico, sino cotidiano. Y no empiece con una mudanza, sino con atención. Mirar un árbol por un rato, un silencio sin auriculares, una tarde que no se rellena con actividades ni pantallas.


No existe un manual, pero sí una certeza ancestral: el cuerpo sabe volver cuando algo vivo lo espera.

Esa vez llevé la computadora a la vera del Paraná, en Corrientes. Fue incómodo y con poca señal, pero me recordó que no siempre la conexión que buscamos está en la pantalla.

 

ZOOM IN

 

Naturaleza y cuerpo: salud que no se receta


El contacto con entornos naturales reduce el cortisol (la hormona del estrés), baja la presión arterial y favorece estados de calma fisiológica. Es una respuesta evolutiva: nuestros cuerpos se regulan mejor en paisajes vivos porque fueron moldeados en ellos.


Según la Teoría de la Restauración Atencional (Kaplan & Kaplan, 1989), la mente se recupera más rápido en contextos que no exigen, donde prevalece una fascinación suave: el movimiento de una rama, el sonido del agua, la textura de una hoja.


Roger Ulrich (1984) comprobó que incluso mirar un entorno natural acelera la recuperación en pacientes postquirúrgicos frente a quienes solo veían un muro.


En cambio, la exposición constante a entornos urbanos genera hiperalerta, ansiedad e insomnio. La naturaleza no es recreo: es contexto regulador. No cura, restablece. Integrar lo vivo no es un lujo, es equilibrio.

Limonero en la huerta de Sitopia (Buenos Aires). Hacer cultivo urbano es una forma de encontrar conexión con los ciclos naturales desde los rincones que tenemos a disposición en las ciudades.

 

Desigualdad ecológica


El déficit de naturaleza es también una inequidad urbana. No todas las personas tienen la misma posibilidad de ver un árbol desde su ventana o de llegar a un espacio verde caminando. En ciudades densas, el acceso a la naturaleza se ha convertido en un indicador silencioso de privilegio.


Según la Organización Mundial de la Salud , el acceso a espacios verdes debería considerarse un determinante clave de salud pública. El organismo propone garantizar que todas las personas vivan a menos de 300 metros de un área verde como indicador básico de equidad ambiental.


La evidencia en salud pública lo confirma. Un artículo en The Lancet Public Health mostró que los barrios con más infraestructura verde presentan tasas significativamente menores de ansiedad, obesidad infantil y enfermedades cardiovasculares.

 

En contraste, los distritos con menor presencia de árboles concentran mayor estrés térmico, contaminación y trastornos de salud mental; una evidencia más de que el acceso a la naturaleza no es solo una cuestión estética, sino de justicia ambiental.

 

Sin embargo, muchas ciudades siguen tratando lo verde como paisaje decorativo y no como infraestructura vital. El cemento no solo condiciona el cuerpo; condiciona la capacidad de autorregulación emocional, de juego, de pertenencia. Crecer sin cielo ni viento es una forma contemporánea de exclusión.

 

Renaturalizar las ciudades implica reconocer que el bienestar se habita.

 

🌍 Escena del mes

Mi abuela me muestra la primera flor de mburucuyá de esta temporada, en el jardín de su casa actual, el mismo que fue el jardín de mi infancia.

 

RECOMENDACIONES

 

Me gusta pensar que no hemos perdido el camino, solo el ritmo. Por eso, me gustaría dejarte algunas recomendaciones.

🌿 Para ver:
En este video, María Migliore  analiza cómo el acceso al espacio público contribuye al bienestar colectivo.

 

🌿 Para practicar:
Buscá tu refugio verde o tu árbol preferido, ponele un nombre y visitalo cada semana (o cuando puedas). 

Ahí estaba, fotografiando al árbol gomero más grande que vi hasta ahora.

 

🌿 Para leer:
"El pájaro rojo" de Mary Oliver. 


A continuación, te comparto uno de mis poemas preferidos:

 “Invitación”


¿Tenés tiempo
para pasear
un rato
salir de tu día
ocupado, importante
para buscar a los jilgueros
que se juntaron
en un campo de cardos
para una batalla musical
para ver quién puede cantar
la nota más alta
o la más baja
o la más intensa de las alegrías
o la más tierna?
Sus picos fuertes, desafilados,
beben el aire
mientras luchan
melodiosamente
no en tu nombre
ni en el mío
y no en el nombre del éxito
sino por puro deleite y gratitud
créannos, dicen.
es cosa seria
estar vivo
en esta fresca mañana
en este mundo roto
Te lo ruego
no camines
sin detenerte
para prestarle atención a este
teatro más bien ridículo.
Podría significar algo.
Podría significarlo todo.
Podría ser lo que Rilke quiso decir cuando
escribió:
Debes cambiar tu vida.


Mary Oliver (EE UU, 1935-2019)

Una tarde con el privilegio de regalarme un rato de lectura en el pasto, como en los viejos tiempos de la infancia.

 

Hasta acá la edición de este mes.

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Terráquea busca ser un espacio vivo, de ida y vuelta.


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Hasta la próxima,
El equipo de Minúscula

 

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Rochi Tabares

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