Quizás esto empezó el día en que dejé de recostarme en el pasto. Cuando era chica, podía quedarme horas mirando las nubes, imaginando que era apenas un punto más en un planeta inmenso. Tocaba las hojas, inventaba historias con flores y seguía el recorrido de las hormigas como quien lee un cuento sin final. No tenía nombre para eso, pero era una forma de pertenencia.
Hoy vivo la mayor parte del tiempo en una ciudad donde el cielo es un fragmento entre edificios y el suelo me queda lejos. Camino entre luces que no se apagan, líneas rectas, agendas apretadas. Y sin embargo, algo en mí sigue buscando detenerme, bajar la velocidad, encontrar en alguna grieta la textura de un mundo vivo. Aprendí a regularme evocando lugares que no están frente a mí, pero viven en alguna parte de mi memoria corporal. Como si viajara hacia adentro para sentir a la Tierra.
No soy la única. Hay un silencio dentro de muchas personas que no sabemos nombrar. La ciencia lo ha empezado a llamar déficit de naturaleza.
No es un síndrome tipificado en los manuales de medicina, pero muchas investigaciones científicas revelan cómo vivir desconectados del entorno natural afecta nuestra atención, nuestra regulación emocional e incluso nuestro sentido de bienestar.
El escritor Richard Louv lo advirtió hace casi dos décadas cuando habló de “los últimos niños del bosque”. Niños que ya no saben lo que es trepar un árbol ni rasparse las rodillas, niños con miedo a los insectos, que “no saben qué hacer” al aire libre si no hay un adulto que les indique. Hoy, somos generaciones enteras creciendo la mayor parte de nuestro tiempo entre paredes y pantallas, construyendo vidas que suceden bajo techo.
La llamada “extinción de la experiencia” no es una metáfora poética: es un fenómeno medido.
Una revisión sistemática publicada en el Journal of Environmental Psychology
(2022) analizó treinta estudios y comprobó que el contacto regular con la naturaleza mejora la atención, el estado de ánimo y la conducta social en niños y adolescentes. La disminución de esa experiencia, advierten los autores, no es solo una pérdida recreativa, sino un riesgo para el desarrollo cognitivo y emocional.
La pediatría también lo confirma. La Asociación Española de Pediatría advierte que
pasar tiempo en la naturaleza mejora el sueño, la sociabilidad, el sistema inmune. Reduce la ansiedad, la hiperactividad y la inflamación. Según la Teoría de la Restauración Atencional (Kaplan & Kaplan, 1989), los entornos naturales ofrecen una fascinación suave que permite a la mente descansar sin retirarse, acogen sin exigir.
Sin embargo, mientras la evidencia aumenta, la experiencia disminuye. Según el informe anual de Qustodio
(2021), los niños pasan cuatro horas diarias conectados a una pantalla fuera de las aulas. Lo preocupante más allá del uso de tecnología, es aquello que queda desplazado: el afuera, el aburrimiento fértil, la sorpresa. No se trata de demonizar los dispositivos, sino de reconocer que sin tierra bajo los pies no hay raíces que nos sostengan.
A veces, la falta se vuelve un duelo. El filósofo Glenn Albrecht llamó
solastalgia a esa tristeza que sentimos cuando un paisaje cambia o desaparece mientras seguimos allí. No hace falta un desastre, basta con un árbol talado o un arroyo entubado, con un paisaje que ya no nos devuelve la mirada.
En contraposición, el autor habla de la topofilia, el amor por los lugares. Esa certeza de que un rincón del mundo nos reconoce.
Pienso en todo esto mientras intento, desde mi vida urbana, recrear prácticas que me devuelvan a un ritmo más humano: caminar descalza sobre el pasto cada vez que puedo, sostener un rato la mirada en el cielo. No busco “volver a la naturaleza” como si estuviera fuera de mí, sino recordar que soy parte de ella.
Esos lugares que añoro y evoco también son parte de mí. No solo por su belleza, sino por las sensaciones que dejaron en mi cuerpo: el frío del arroyo calmando mi sed, el viento golpeando mi piel en un acantilado, la respiración agitada al caminar por un bosque húmedo.
Aprendí, como muchos, a construir refugios interiores para sobrevivir a un mundo acelerado. Pero lo que regula no es el recuerdo, sino el vínculo.
No buscamos paisaje, buscamos resonancia.
Quizás este sea el verdadero déficit de nuestra época: no la falta de verde, sino la pérdida de asombro. No habernos quedado sin naturaleza, sino haber dejado de sentirnos parte de ella.
Y tal vez el camino de regreso no sea épico, sino cotidiano. Y no empiece con una mudanza, sino con atención. Mirar un árbol por un rato, un silencio sin auriculares, una tarde que no se rellena con actividades ni pantallas.
No existe un manual, pero sí una certeza ancestral: el cuerpo sabe volver cuando algo vivo lo espera.